Los 40 años
del Golpe de Estado han revivido, a pesar de ser solo una “cifra psicológica”,
un debate siempre presente y que trasunta necesariamente las grandes
discusiones actuales sobre nuestra democracia y nuestro modelo de desarrollo
económico. No cabe duda de que a pesar de que más de la mitad de los chilenos
no existían siquiera en 1973, dichos hechos han marcado no solo la historia de
unos sino que nuestra historia.
Uno
de los que se califica como logros del proceso de reconciliación iniciado tras el
regreso a la democracia es el indudable predominio de la afirmación de que nada
justifica hoy la violación a los Derechos Humanos de las personas, cuestión que
por cierto forma parte también de un proceso de reconocimiento y garantía de
dichos derechos en occidente, pero que admite aún hoy matices que no se pueden
soslayar.
La cuestión
que subsiste en el debate, no es menor, y es que si bien nadie justifica la
violación de los derechos que emanan de la dignidad de las personas, existe en
nuestro país una minoría muy significativa que justifica la interrupción de la
democracia por diversos motivos, y con ello, la dictadura cívico-militar que
gobernó nuestro país por 17 años. Estos sectores califican dichas violaciones
como “excesos” del proceso y otros incluso las sitúan en un contexto de guerra
civil.
Dichas
violaciones a los Derechos Humanos no fueron excesos, pues éstas no se tratan
de actos que “salen en cualquier línea de los límites de lo ordinario o de lo
lícito”. La evidencia histórica permite presumir que una dictadura, cualquiera
sea la ideología en que se inspira o los propósitos que declara, lleva
necesariamente a la conculcación de derechos políticos y la persecución de los
derrotados por todos los medios. En efecto, si se hubiese tratado de excesos los
líderes de la dictadura hubiesen actuado para reprimir a los propios órganos
del Estado que actuaban coordinadamente y de la forma más brutal contra las
personas, y el Poder Judicial hubiese protegido a las víctimas de los abusos de
los órganos represivos, cosa que no hizo como consta en el “mea culpa” que
institucionalmente ha hecho la Corte Suprema a solicitud de la Asociación de
Magistrados hace tan pocos días. Es claro que los civiles y militares que
integraron el régimen militar consideraron dichas violaciones más como
externalidades del proceso que como verdaderos excesos.
Respecto a la
justificación de tales acciones desproporcionadas de organismos del Estado bajo
el contexto de que se dieron en una guerra civil, dicho argumento es aún menos
sostenible puesto que tal circunstancia exige una cierta capacidad de
resistencia organizada de la contraparte, circunstancia que por cierto no
existió ya sea por la unidad y decisión que mostraron las cuatro ramas de las Fuerzas
Armadas y de Seguridad en la ejecución del Golpe y sus actividades posteriores o
por la escasa resistencia que brindaron los partidarios de la Unidad Popular.
No obstante, aunque así hubiese sido, la comunidad internacional a través del
desarrollo progresivo del derecho humanitario se ha encargado de señalar que ni
aún en esos contextos se pueden violar de forma indiscriminada los derechos
humanos más básicos de las personas como ocurrió en nuestro país con la
desaparición y la tortura.
Lo
anterior, permite dilucidar un aspecto relevante para la discusión actual: que
no es –ni fue- posible sostener una condena a las violaciones a los Derechos
Humanos y respaldar la Dictadura que las hizo posible. Como efecto, lo anterior
implicaría restringir al limitado campo de la responsabilidad penal las atrocidades
que se produjeron y solo encontraríamos culpables en quienes empuñaron un arma
y a sus cómplices directos. Lo cierto es que el juicio histórico y político
exige la efectiva responsabilidad penal de los autores de los crímenes que se
cometieron; pero no solo eso, se exige responsabilidad también a quienes
promovieron el contexto propicio de forma directa e indirecta, activa o
pasivamente, para su comisión. De lo contrario, en la mayoría de las dictaduras
del siglo XX deberíamos exculpar a sus principales líderes de toda
responsabilidad y poner toda la carga histórica de dichos procesos en los bajos
mandos como si éstos no hubiesen sido objeto de un plan y una provocación
mayor.
Independiente
de la valoración de cada persona respecto a las políticas económicas y sociales
efectuadas en la dictadura, lo claro es que en una democracia, y ese es su
valor inherente, las políticas de toda índole son válidas y legítimas no por la
certeza o su contribución efectiva al bienestar de la sociedad, cuestión
siempre discutible, sino porque han sido representativas de la voluntad
soberana expresada directa o indirectamente por cada ciudadano, que ha aceptado
sus efectos.
En
consecuencia, la tarea pendiente de la reconciliación debe girar hoy en torno a
universalizar ese valor, la idea indisoluble entre la defensa activa de los
derechos humanos de todas las personas y la democracia como sistema de gobierno
en sus distintas formas unidas por una premisa básica: el gobierno del pueblo,
para el pueblo y por el pueblo. Ello no obsta a discutir las evidentes
imperfecciones de nuestro sistema político democrático – motivadas en buena parte
por enclaves autoritarios heredados de la dictadura – pero que no hacen más que
confirmar que la democracia es un proyecto político cuyo desarrollo debe ser
constante y permanente.